![](https://i1.wp.com/www.singleladiesproject.com/wp-content/uploads/2020/05/La-suerte-de-la-fea.png?resize=372%2C316&ssl=1)
Es muy simpática.
Pestañas largas, cabellera frondosa, ojos rasgados y grandes, sonrisa encantadora, elegancia para caminar, ternura para comunicarse, inteligencia para responder. Así suelen ser las protagonistas de los últimos libros que estuve leyendo. Y siempre pensé que por mis características yo no podría ser la heroína de ninguna historia.
Hace varios años acompañé a mi papá a hacer un trámite. Entramos a un edificio, nos frenamos frente a una puerta y tocamos el timbre. Sin quererlo, yo había quedado en primer plano. Un individuo del otro lado de la puerta la abrió intempestivamente y al mirarme no lo dudó ni un segundo: ¡sos la hija del Sr. ‘Partenón’! Detrás se asomó mi papá con un orgullo que no le entraba en el pecho. Los dos se pusieron a hablar, pero yo quedé suspendida en el tiempo, como si hubieran puesto pausa para todos menos para mí. Faaaa, soy igual a mi viejo. Nunca me lo habían dicho. Es increíble que el resto pueda ver esas semejanzas que uno no puede distinguir. Siempre creí ser igual a mi mamá, pero casi por default, sin ver siquiera el real parecido.
La cosa sólo puede empeorar si yo vengo a ser la versión femenina de alguien que está lejos de ser George Clooney. Aún rumiaba entre dientes que alguien me había visto igual a mi papá cuando volvimos a casa, al entrar mi mamá se nos acercó para saludarnos y mi papá antes de quitarse el abrigo le dijo: ¡hoy nos dijeron que somos iguales! Mi mamá respondió: ‘ah, ¿sí?’ Y continuó con lo que estaba haciendo, sin darle importancia al comentario, pero tampoco negándolo (te caché, Ma).
No, no soy parecida. Su nariz, sus ojos, su pelo… nada igual, intenté convencerme. Hasta que un día fuimos juntos a visitar a mis abuelos a Villa del Parque. Es la misma casa donde se crió mi abuela y donde creció mi viejo. Es una casa enquilombada por donde se la mire, el pasillo no es recto, las habitaciones tienen miles de placares y sus placares tienen miles de cajones, los estantes agrupan libros y polvo en igual medida, los escritorios tienen vidrios que esconden debajo miles de fotos y recuerdos de una época en donde nadie puede encontrarse en tiempo presente. Mi viejo y sus hermanos luciendo pantalones óxford y cuellos tortuga, mis abuelos posando junto a mis primas, a mi hermano y a mí en un arenero allá a comienzo de los 90’s, mis tíos en su propio casamiento, mi vieja saliendo de dar el sí en su civil con mi viejo y yo en la playa sosteniendo una Barbie.
Siempre me gustó esa casa porque huele a comida, a lana lista para ser un chaleco y a consultorio de dentista. Nunca iba a faltar una Coca fría esperándote, aún apareciéndote sin avisar.
Mi viejo se acercó a saludar a mi abuela y mantuvieron un diálogo corto pero en donde él la retaba por ser terca y cabeza dura. ‘Vieja, ya estás grande, no tenés que hacer esas cosas sola, pedí ayuda’. Ella rió y lo interrumpió dirigiéndose a mí: ‘¿querés comer o tomar algo? Tengo helado en el freezer. Vení, vamos a la cocina’. Y no sé exactamente con qué parte de ese diálogo, para mí fue más el escenario circundante, pero lo entendí todo. Soy el primer eslabón, en el que aún no afloraron todas esas peculiaridades, y entendí también que se exacerban con el paso del tiempo. Entonces me quedé fija mirándolos mientras mi viejo insistía con hacerle entender a mi abuela y de la misma manera en la que mi abuela lo había interrumpido antes sacándole importancia al reto, yo intervine eufórica: ¡soy vos, Abue! Los dos me miraron y repetí: O sea, no. Vos sos mi viejo, en verdad mi viejo sos vos y yo soy mi viejo.
Dejé de tener dudas. Yo soy un quilombo igual que ellos. Yo soy la que pierde el pasaporte antes de viajar, la que no encuentra un papel donde escribir cuando le quieren dictar un número, la que al cocinar prende la batidora y salpica los azulejos, la que anda descalza por la casa pese a las advertencias de ‘te vas a resfriar’ y a la que le queda comida entre los dientes después de mandarse un sandwich. Era un montón la revelación que había tenido ese día.
Hablando con la Srta. Kamikazee de recuerdos de la infancia, en donde su madre le recomendaba comer menos para bajar de peso, yo le comenté un refrán que mi mamá me decía muy seguido cuando se sentaba en mi cama antes de que me fuera a dormir.
‘La suerte de la fea, la linda la desea’.
No había dudas, mi mamá se había dado cuenta antes que nadie que yo era igual a mi viejo (jaaaa hijo’e tigre), antes que mi viejo mismo inclusive. Quiso fomentarme desde chica otras habilidades si quería hacer suspirar a alguien o captar su atención eventualmente. Intentó empoderarme cuando aún ni se sabía lo que era eso: siempre me enfatizó en viajar, en conocer el Mundo, en no tener un noviazgo eteeeerno desde chica, en disfrutar mi libertad. Hasta que me fui de mochilera por primera vez con 17 años y 3 amigos (y ese fue sólo el primero de muchos viajes aventureros), y casi infarta cuando ‘corté’ un noviazgo de 7 años, a mis 28 (la misma edad en la que ella había tenido a mi hermano). Mamá me dio los consejos que toda madre debe dar a sus hijos, sólo que nunca pensó que la escucharía con tanta atención y menos que acabaría haciéndole caso.
‘La suerte de la fea, la linda la desea’. ¿Qué me quería decir mi Vieja?
Si las novelas no cuentan las historias de mujeres con nariz en forma de papín y una cabellera que prefiere enmarañarse en un cepillo antes que permanecer en la propia cabeza, doncellas que se levantan con la cara hinchada y los aparatos de contención puestos, si no existen protagonistas que ensucian el mantel al comer y que largan una puteada cuando se golpean el dedo pequeño del pie (porque justamente caminan descalzas), entonces es tiempo de que alguien lo haga por ellas. O por mí. ¡O yo por ellas! ¡Me entusiasmé! Me siento como si la cámara me estuviera siguiendo, mientras hablo cada vez más fuerte, abro los brazos y miro hacia el cielo aunque esté dentro de mi monoambiente. La cámara me capta de distintos planos. Manténganse en el plano que me favorece. Ahí, perfil ¾. Gracias. Bueno, concluyo.
Entendí lo que mi mamá me quiso decir todo este tiempo: era el costo que debía pagar por tener la suerte de mi lado. A fin de cuentas, ser fea es relativo, pero ser afortunada definitivamente no.