Alma tejida a crochet

Cuando me presento uso mis dos nombres, porque el primero solo es muy corto, y el segundo solo no me representa (significa persona de pelo enrulado y yo no puedo tenerlo más lacio). Así que siempre acabo usando los dos juntos para darle mayor solemnidad a mi metro sesenta y cuatro. Son dos nombres comunes pero que pronunciados uno a continuación del otro resultan novelescos. Pero novelescos no como podría haber resultado Beatriz o en su defecto Dulcinea, no. Es un nombre compuesto que trae consigo drama, portazos, cartas interceptadas, herencias millonarias e hijos no reconocidos. Novela de las 4 de la tarde, a eso me refiero. Claro está que así se llamaba mi tía bis-abuela y creo que eso marcó un poco que mi alma pareciera tejida a crochet.

Desde siempre me interesaron actividades demodés. Los sábados a la mañana, cuando todos dormían hasta tarde, yo me iba en bicicleta a tomar clases de costura. Durante muchos años, los miércoles iba a clases de tango. Los martes eran los días de huerta y los viernes el taller de enmarcación.

Por lo general siempre tuve compañeras mujeres y el promedio de edad duplicaba la mía. Y nunca me sentía tan a gusto como cuando esas mujeres me compartían sus historias de vida.

Las que más me gustaban eran las de matrimonios felices. Muchas veces me preguntaba si acaso sus maridos hablarían con el mismo amor que ellas lo hacían.

Pero todo se tornaba engorroso cuando tenía que interactuar con mis amigos. Abría la boca y no había frase que no contuviera una palabra que no pareciera salida del baúl de los recuerdos. Mis amigos reían atorados por el polvillo que volaba por cada una de éstas que elegía usar. Su tos no los dejaba burlarse de mí como habrían querido. Intríngulis, macanudo, bochorno, merequetengue, chocha, engaña pichanga, jolgorio, al pelo, pajarón, papanata, la mar en coche, emperifollado, farra, chuchería, tutía.  

Cualquiera de esas palabras podía irrumpir mi discurso de manera repentina. La gente quedaba atónita porque no condecía mi corta edad y mi aguda voz, con ese desparpajo de palabras que los remitían automáticamente a generaciones pasadas.

Cuando eligieron mi nombre, me condenaron a un inexplicable disfrute por el tiempo pasado, pero también a una necesidad de celebrarlo todos los días.

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