Estaba pedaleando casi por inercia. Ya no prestaba atención a los semáforos, ni a los autos. Sólo tomaba el recaudo de esquivar pozos y grietas en un pavimento que levantaba temperatura en pleno mes de octubre. Tampoco parpadeaba y no recuerdo siquiera estar respirando.
Admito que se me cruzó la idea de chocarme contra un bondi y perder la memoria al menos de los últimos 7 años. A medida que veía el bondi cada vez más cerca y su tamaño parecía crecer, frené. Frené detrás del caño de escape e inhalé todo el dióxido de carbono que puede echar un colectivo de la ciudad de Buenos Aires al arrancar. Lo respiré con ganas pensando que tal vez ese sería mi último respiro.
Pero tampoco funcionó. El colectivo de la línea 15 se puso en marcha, yo quedé tildada en la nada misma y con el rostro bien pintado de carbono. Miré para arriba buscando la divina presencia, pero sólo me encontré compadeciéndome de mí misma mientras un dolor invadía mi pecho. ¿Por qué a mí? Era la pregunta que no me dejaba dormir de noche y la misma que no me dejaba abandonar la cama por la mañana.
Como verán, soy una mujer que abraza el drama de una manera estratosférica. Es que, entre nos, no conozco otra manera de exteriorizar mis emociones. Varias veces di portazos, alcé la voz, he roto fotografías y he dejado los pedazos tirados, y que conste que esas fotos acabaron siendo enmendadas con cinta y exhibidas como un triunfo de la reconciliación. Y lo loco es que cualquiera que me conoce diría que soy re tranquila (no vale que mis amigas dejen comentarios al posteo diciendo que no lo soy jaaaa No estar bien del bocho es otra cosa, no confundan).
Sentí que era un momento digno de sentirme lástima. Me lo permití. Me convertí en uno de esos individuos que hablan de sí mismos en tercera persona, me veía de lejos andando en bici, con el corazón hecho pedazos y niveles de ira nunca antes vistos. Fue en ese tiempo que pedí un aumento de sueldo junto con un permiso para irme de vacaciones más días de los que me correspondían. No me importaba nada, estaba devastada. Tampoco me importaba conseguir el aumento ni unas vacaciones infinitas. Yo sólo quería recuperar el Amor perdido. Durante años confundí que ese Amor tenía el nombre y apellido de quien varias veces me había rechazado. No voy a mentirles, no tuve una revelación, ni me di cuenta de todo un día en el que llovía con Sol. No. Creo que después de muchos años entendí que lo que yo quería recuperar era la alegría de vivir y que jamás depende más que de uno mismo.
La famosa frase ‘la puta madre que vale la pena estar vivo’. Y les juro que ese estadío se encuentra limpiando con música, cocinando mientras tomás vino del pico y hasta agarrando una bajada en bicicleta. Me amigué conmigo misma. Me amigué con aquella que andaba en bicicleta y miraba con cariño dársela contra un bondi. Me amigué con la mirada lastimosa de mi familia, con un lugar vacío en reuniones familiares, con invitaciones a casamientos con un ‘+ 1’. Compré lencería sin tener siquiera con quien estrenarla, me enamoré de leer durante horas los días de lluvia.
Experimenté el sexo casual, le quité todos los tabúes con los que lo había tapado. Regalé besos sin saber más que el nombre de pila de la otra persona.
Entendí que el beboteo es un arte que jamás dominaré.
Acepté cumplidos que tenían simplemente la intención de desnudarme, pero también acepté los cumplidos sinceros de quienes se tomaron el tiempo de conocerme.
Y por si se preguntaban, también acabé consiguiendo el aumento de sueldo y unas vacaciones extraordinarias. Todo se vuelve a ordenar, aunque al comienzo no encontremos por donde empezar.