Sólo ida

Soy una víctima de la moda. Una víctima más, a decir verdad. Soy de una generación en la que no soñamos con ahorrar para tener una casa propia, sino que cada centavo que juntamos lo destinamos a viajes de lo más desopilantes. No importa venir de un país con un tipo de cambio que le haga honor a su nombre, cambiando siempre, porque por alguna extraña razón logramos apañarnos y recorrer el mundo. 

Me gusta pensar que vine por una moda y no porque mi país se derrumbe sobre sus propias ruinas. Tampoco me gusta imaginar que he sido una afortunada en poder coger un avión con dos pasaportes en mi bolso, siendo que uno de ellos me evitó cualquier tipo de pregunta incómoda al pisar suelo extranjero. 

No quiero saber que a partir de ahora, cada vez que rellene un formulario, mi nacionalidad será una que nada tenga que ver con mi inconfundible acento.

Y no quiero responder un sólo mensaje más, en el que compatriotas amigos me dicen que están planeando ellos también venir. No señor, no se los permito. 

Lo mío fue una moda, fue una inquietud, fue una aventura que he venido a demostrar que soy capaz de vivir. He venido a mostrarle a familia y amigos, que pese a que tenga los vínculos más estrechos que se conozcan, también soy capaz de soltar y de volar, aunque eso me cueste llantos que sólo yo sabré haber llorado. 

No quiero que nadie más venda todas sus cosas para venirse, si no es por el gusto de que la vida es una sola. No quiero más pasajes en los que se tilde la opción ‘sólo ida’. Quiero amigos que vengan a pasear, que vengan a sacarse fotos con palacios y monumentos para alardear, pero no quiero más dedicatorias sentidas en tono de duelo y no tanto de un ‘hasta luego’. Quiero acabar con la locura de saludar a los abuelos conociendo el desenlace, porque exijo que el único posible sea un almuerzo familiar a concertar. 

Destierro la idea de las últimas veces. No quiero que exista la posibilidad de que todo eso que supo ser tan cotidiano, deje de formar parte de nuestras vidas a partir del momento en que nos toca pasillo aunque habríamos preferido ventanilla. 

Basta de padres que se consuelan repitiéndose que lejos estaremos mejor ¿Cómo alguien lejos de sus seres queridos podría estar mejor? ¡Basta ya! Basta de madres que tienen que poner menos fideos en la olla porque sus hijos ya no están, y basta de padres con cajas de herramientas sin usar. Basta de hermanos que cumplen el rol de hijos únicos ¡Porque bien que supieron compartir no sólo la habitación, sino de los padres también su dedicación!

Vine por una moda que parece nunca pasar de moda. Intuyo que mis bisabuelos deben haber fantaseado con regresar aquí, mientras nosotros dudamos con los motivos por los que deberíamos soportar allí. 

Las decisiones más difíciles no pueden tomarse sin dudar antes, sin tararear opciones y sin coquetear con que nos pidan que por favor no lo hagamos, y así poder echarle la culpa a otro de nuestra falta de agallas. Pero este tipo de decisiones no son difíciles, sino que resultan más bien imposibles porque responden al tipo de preguntas sin respuesta correcta. Y al menos yo, que soy más temerosa que temeraria, sorprendí a todos cuando pedí aplausos como aquellas atletas antes de una prueba de 100 mts. Engañé a todos cuando caminé hacia atrás. Mientras pensaban que estaba claudicando a mi idea, en un rapto de inconsciencia, acabé simplemente tomando carrera para saltar.

Caí más lejos de lo que habría sospechado que estas piernas podrían llevarme, mucho más lejos. Y a pesar de todos los intentos, no van a lograr convencerme de que esto no se trate más que de una aventura. Una aventura de la que asumo todos sus riesgos, pese a que todavía no pueda imaginar cuáles sean, y tal vez sólo por eso, el convencimiento que llevo al asumirlos.

Recuerdo haber respirado hondo varias veces mientras caminaba por mi ciudad, intentando fijar de algún modo lo que era imposible tomar con mis manos y llevarlo conmigo. Dispuse todos mis sentidos para documentar cada día, buscando la particularidad que cada uno de ellos me ofrecía. Recuerdo haber atravesado la ‘9 de julio’ en colectivo junto con mi madre, y sonreí sabiendo que probablemente esa imagen la recordaría en forma de postal por mucho tiempo. Inhalé dichosamente la primavera de mi ciudad, en la que se pueden sentir esos perfumes de árboles en flor que duran tan sólo un par de semanas. Escuché con los ojos cerrados el canto de los zorzales a las 5am en los barrios porteños que aún conservan árboles de copas frondosas, si bien los pájaros también encuentran escenario para sus cantos matinales hasta en los cables de luz. 

Las cubiertas de mi bicicleta las dejé lisas de tanto haber recorrido las calles de mi ciudad, visitando amigos, brindando en bares y comiendo en bodegones. No importaba si era una noche sin luna, o si acaso se disponía a asomarse desde el río, mi bicicleta iba sorteando pozos y un tránsito caótico para llegar a participar de conversaciones que eran más risas que palabras pronunciadas. Sabía que echaría de menos las carcajadas originadas con tan solo una mirada que encerraba años de complicidad.

Cada una de mis lágrimas derramadas antes de partir se excusaron en la necesidad de no dejar lugar a dudas de mi cariño por todos los que se quedaban. Y aunque hayan sido tantas lágrimas capaces de combatir varias temporadas de sequía, también hubo muchas que no dejé salir, en las que me mostré fuerte por los que, de haber podido, habrían elegido venirse conmigo. 

Unos días antes del viaje, Roly, el verdulero que tenía su tienda debajo de mi casa y a quien le compraba todos los días, me preguntó si me encontraba bien. Asombrada por su pregunta, le respondí que sí como cualquier persona que en verdad no lo está. Roly insistió con la pregunta a lo que acabé confesando que en tan sólo un par de días estaría en un avión rumbo a España, buscando probablemente encontrar más preguntas que respuestas. Roly no disimuló su desconcierto y un poco su tristeza también, no tanto por mi partida, sino porque hice que reviviera su experiencia migratoria cuando él había decidido marcharse de Bolivia hacía ya 15 años. Me contó que había llegado siendo tan sólo un mocoso y también que había tenido que dejar sus estudios buscando un futuro que parecía mucho más prometedor de lo que resultó siendo. Agradecido con mi país que lo recibió y tal vez un poco defraudado con el suyo que ni una sola oportunidad le dio. Roly fue la primera persona que me hizo pensar que tal vez, esto que yo insistía en llamar aventura, acabaría siendo un desarraigo para el que no estaba del todo preparada. 

Llegué a Madrid un 4 de julio. El calor seco de la ciudad me sacudió el invierno húmedo que traía aún atrapado entre mi ropa. Estaba algo aturdida por la decisión que finalmente se veía plasmada conmigo sola en un aeropuerto con 2 valijas y una mochila. No recordaba nada de lo que había elegido traer en ellas, pero sabía que no sería suficiente para combatir la incertidumbre que me esperaba en los meses venideros. Algunos empleados aeroportuarios me dieron la bienvenida a España y me instaron a avanzar en la fila, cuando mis piernas no lograban dar ni un solo paso hacia adelante. Varios pasajeros pasaron por mis lados, ofuscados con que estuviera entorpeciendo el paso. Miraba la puerta que se abría y cerraba automáticamente, no era capaz de atravesarla pensando que quizás aún estaba a tiempo de arrepentirme. Miré para atrás buscando algún rostro conocido que me alentara a cruzarla. 

No encontré a nadie pero, por algún motivo, avancé decididamente. Tomé las valijas con determinación y crucé la puerta dejando que el día soleado me diera la bienvenida a esta aventura. Quienes no me conocían podían llegar a confundir que la travesía comenzaba ese día, pero yo bien sabía que esto había comenzado mucho antes, probablemente el día en que me quedé dormida llorando sabiendo que la decisión ya estaba tomada, día en el que empezaba un lento duelo, pese a que yo preferí llamarla dulce despedida. 

Cogí un taxi desde el aeropuerto. Me llevó Luis, un colombiano de unos 50 años que llevaba más de 20 viviendo en Madrid. Había venido sin papeles, pero era uno de esos casos en que lo había logrado. Había formado familia y aunque estuviera feliz, en todo este tiempo seguía comiendo arepas en un acto desesperado de no olvidarse de los que allí se habían quedado tal vez, o acaso de los que ya no estaban. 

Luis me ayudó con las valijas, y luego de cerrar el baúl me deseó éxitos, asegurándome que aquí encontraría lo que había venido a buscar. Ojalá supiera qué era, pensé. 

Fue mi primer viaje en el que las 5 horas de jet lag nunca existieron. Fueron 5 horas que me las cobré durmiendo por las últimas semanas en las que la ansiedad previa no me dejaron conciliar el sueño en mi propia habitación. En Madrid compartí el cuarto de un hostel con otras 7 personas, muchachos jóvenes que simplemente habían venido a conocer una capital europea más, dentro de sus alocados itinerarios consolidados en pocas semanas. Cuando me preguntaban cuánto tiempo me quedaría aquí, a cada uno de ellos les señalaba mis dos valijas de 20 kilos y mi mochila. Ellos abrían sus ojos y bajo anglicismos me decían que les parecía súper cool

¿Cómo le explico a un chico del primer mundo que súper cool sería poder venir a vivir aquí sin que toda tu familia piense que te estás marchando persiguiendo mejores condiciones de vida, mayor seguridad y la añorada estabilidad económica? ¿Cómo le explico que super cool sería irse pensando que volver es una opción? ¿Cómo le explico que súper cool sería llegar a un país con el pasaporte que más me identifica y no con el que simplemente me está permitiendo escapar? Yes, súper cool respondía mientras escondía mi ojos vidriados.

Una de mis primeras caminatas por la ciudad fueron sin rumbo, en la que miraba más hacia arriba que hacia adelante: imponentes cúpulas, entradas majestuosas, palacios reales, monumentos descomunales, fuentes y hasta parques. Todo se disponía de tal manera que sentía que las personas me abrían camino y hasta los botones de los mejores hoteles me reverenciaban ante mi paso. Esas caminatas me llenaron de entusiasmo y de convicción. Me habían dicho que Madrid me resultaría muy parecida a Buenos Aires, así que había venido buscando esa familiaridad en su arquitectura y en sus avenidas arboladas ¿Que si son ciudades parecidas? A mí me gusta responder que Madrid nos recuerda la ciudad que podríamos tener y efectivamente no tenemos. Pero, hay quienes insisten con su semejanza y yo prefiero asentir antes que discutir. 

En mis primeros días en los que estaba estrenando Madrid, todas las mañanas me tomaba un café en un mismo barcito que se encontraba a una cuadra de mi hostel. No era particularmente lindo ni tampoco barato. Era un barcito que siquiera tenía lugar para tomar el café dentro, con lo cual luego de que me lo sirvieran, me dirigía a una plaza donde  buscaba un banco de cemento al reparo del Sol, bajo la sombra que proyectaba una iglesia cualquiera. Bebía el café de a sorbos, acompañándolo de lo que había sobrado del budín que había hecho mi madre antes del viaje. Respiraba el aire matutino que aún no era agobiante y así disfrutaba de mis mañanas antes de volver a perderme en las intrincadas calles madrileñas. El chico del café, el segundo día que fui por mi macchiato, me reconoció y me preguntó qué visitaría ese día. Además de compartirle mis planes también le conté que estaba comenzando una nueva vida en aquella ciudad, a lo que se dio la vuelta, buscó en un cajón debajo de la caja registradora y me extendió un cartoncito que decía ‘cliente frecuente’, lo selló 2 veces y me dijo que cuando llegara a los 10 tendría un café gratis. Ese cartoncito sería el comienzo de una álgida búsqueda por encontrar nuevas rutinas en las que alguien notara mi presencia o, lo que aún más me preocupaba, que no pasara desapercibida mi ausencia. 

Conseguí piso compartido con Eva, una valenciana 15 años mayor que yo. A veces pienso que es lo más cercano a la familia que tengo aquí y sé que ella no está ni cerca de imaginárselo. Nuestros respectivos acentos nos regalaron miles de carcajadas cuando no logramos entendernos aún hablando el mismo idioma, y cada vez que me explico siento que un pedacito de mis raíces piden permiso para fijarse en suelo español. Algunas veces, Eva me agasaja con palabras mías en medio de una de sus oraciones, y por un momento siento que, aunque muchas personas queridas hayan quedado lejos, aquí hay tantas otras que tarde o temprano también lo serán. Cuando conozco a alguien nuevo me paso un rato mirándolo con la cabeza ladeada, pensando que tal vez, puede que esta persona llegue a convertirse en mi gran amigo de aventura y sonrío frente a esa incertidumbre, pero también frente a esa abierta posibilidad. A partir de ahora, nadie me conoce más allá de ese 4 de julio, nadie sabe cuáles son mis miedos, ni mis fantasías, nadie conoce mis aciertos, pero tampoco mis fracasos. Soy como una modelo desnuda, en el preciso instante en el que desato mi bata y la dejo caer detrás mío, para que los artistas aprendices comiencen a retratarme según lo que ellos ven, y no tanto por lo que verdaderamente soy. Aquí soy una persona que tiene que explicarse, que tiene que justificarse, que tiene que describirse para lograr reconocerme en los reflejos de los cristales de la ciudad. 

Comencé a usar palabras que jamás imaginé habría usado, reemplacé mi manera de hablar por la manera con la que creía pasaría más desapercibida, si bien era también un amoroso intento de adaptarme y de seguir desprendiéndome de cosas que me anclaban a momentos de los que hacía tiempo había decidido zarpar.

Estar lejos y estar sola es una de las experiencias más desafiantes que me tocó vivir. ¿Cuántas palabras me han dicho buscando reconfortarme a la distancia en mis momentos de mayor melancolía? Fueron miles de palabras y cientos de frases, que cuando recurrí a ellas no eran más que sonidos que no tenían carne de donde poder abrazarlas cuando mi tristeza rebalsaba. Estaba sola, claro, ya lo sabía. Pero fue ese día en el que en un pasillo del condominio donde vivo, un aroma a comida casera se derramaba por la escalera casi como lo haría el humo buscando una salida. Era el olorcito a comida cada vez que avisaba a mi madre que ese día iría a casa a cenar, era el olorcito a comida mezclada con tejidos de lana cada vez que avisaba a mi abuela que la visitaría esa tarde. Era olorcito cuando me juntaba con amigas pese a que ninguna cocinara y acabáramos pidiendo comida. Era el olorcito a una cerveza fría y unos cuantos brindis que sabían más a despedida que a vísperas de un festejo. En medio de un suspiro profundo, rocé con la punta de mis dedos a mis padres, a mi abuela y a mis amigos. Por unos segundos habría jurado que estuve sentada frente a ellos compartiendo una comida. 

No llevo la cuenta de los días que pasaron desde que llegué, pero sí tengo grabados a flor de piel los primeros recuerdos como emigrada. Las tortuosas calles me son posibles de reconocer únicamente si andando por ellas las asocio a aquella vez que lloré, o si acaso allí fue donde conocí a una persona que acabó siendo especial o tal vez porque fue ahí donde probé la mejor tarta de queso. Las calles de Madrid y sus edificios son puras sensaciones, no importa si la arquitectura es gótica o mudéjar, aquí todo son percepciones e instinto, porque si algo aprendí es que sin importar qué tan fuerte nos aferremos, ni qué tan profundo hinquemos nuestras uñas, la vida es imposible de amarrar.  Lo único que nos acompañará hasta el último día serán los recuerdos que aflorarán aleatoriamente haciéndose lugar entre pensamientos erráticos y, paradójicamente, aún las vivencias que nos hirieron con el manto del tiempo nos resultarán simplemente anecdóticas.

Por moda, aventura o exilio, los viajes son siempre ‘sólo ida’, porque es inútil pensar que aún regresando, seremos algo similar a lo que supimos ser antes de irnos. Emigrar es como un gran viaje subacuático del que no se puede pretender salir sin antes haberse mojado. 

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