Mi hermano es nerd. Así no más lo digo. Sí, sí, nerd. Me crié con él, pero me llevó varios años darme cuenta de eso. Al principio envidiaba las pocas horas que le dedicaba al estudio y lo rápido que entendía todo, después pasó a ser autodidacta en programación y pasaba horas frente a la computadora probando cosas. Se creó su página web siendo un adolescente y para colmo conseguía ganar plata.
Me encantaría decir que todas mis tareas de física y matemática me las resolvía él, pero no. Sin terminar de leer el enunciado, me dirigía en búsqueda de mi hermano. Me lo encontraba tirado viendo la tele y le decía ‘che, no entiendo’.
Él leía rápidamente el ejercicio y me respondía: ¿lo pensaste?
Sólo usaba esas dos palabras: LO-PENSASTE.
Automáticamente tomaba el ejercicio de sus manos, me daba media vuelta cabizbaja y volvía sobre mis pasos a pensar el ejercicio. Ese recorrido hasta la mesa de comedor donde hacía la tarea de la escuela era igual al de un acusado que ya conoce la sentencia del tribunal. Leía ese enunciado que hablaba de aceleración, velocidades y puntos de encuentro entre trenes y lo único que se me venía a la cabeza era la sensación cuando creés que tu tren se está moviendo, pero en verdad es el de al lado. Faaaaa, alta ilusión óptica. Ah, pero cierto que a la ciencia poco la importan las ilusiones. Y así dejaba pasar unos minutos sumergida en reflexiones banales para volver y mentirle diciéndole que sí, que lo había pensado y que no me salía.
Mi hermano sufrió de bullying de chico. Es pelirrojo y nerd. O sea.
Supongo que habrá sido por eso que, pese a ser 2 años menor que él, siempre tuve la sensación de tener que cuidarlo. Lo veía frágil dentro de sus estructuras ortogonales.
Y toda esta introducción venía a que me crié con un nerd y, por ende, pese a no pasar horas entre probetas, microscopios y cálculos infinitos llenos de letras griegas, siempre me sentí a gusto entre los nerds. Como buena hermana menor me enamoré de todos sus compañeros de la facultad, y para no perder la costumbre, nunca ninguno se fijó en mí.
Y finalmente llegó el día en que un nerd me invitó a salir.
En verdad decir que me invitó me queda grande. Nos presentó la Srta. ‘Masa Madre’ compartiéndole mi número de teléfono al científico, no sin antes advertirme que me portara bien ya que es un amigo muy cercano a ella.
‘Biólogo, vive en París y es lo más’, esa fue la descripción que recibí y con tan solo esa descripción me apersoné en el bar un lunes por la noche.
El biólogo se encontraba de vacaciones en Buenos Aires y su agenda de encuentro con amigos recién se liberaba el lunes por la noche. Así que acepté ese turno convencida de que después de que me conociera, el biólogo se arrepentiría de no haberme hecho un lugar antes (bueeeno bueeeeeno, ¿alguien se subió al pony? Jaaaa).
Llegué al bar y al bajarme de la bici tenía su mensaje que decía ‘ya estoy acá’. Yo había aceptado la cita sin haber visto más que su foto de whatsapp, y no sé por qué intuí que el chico que estaba parado en la vereda de enfrente sería él. Le escribí ‘pequeño detalle, no sé cómo reconocerte. ¿Sos el de remera negra?’ Sin darle tiempo a que me respondiera, atiné a cruzar la calle cuando me llamó. Atendí riéndome porque el de remera negra no estaba hablando por teléfono, con lo cual quedaba descartado como mi candidato. En ese interín vi en un segundo plano a un chico que ya había conseguido mesa y estaba parado buscándome mientras me hablaba.
Estiré la mano a lo lejos para que me identificara y me acerqué.
No sé si habrá sido el solsticio de verano o qué, pero el biólogo había conseguido mesa al lado del bicicletero. Eso y tener valet parking casi que era lo mismo.
Yo siempre me autodefino como ‘persona macanuda’ en esos primeros minutos de encuentro, pero esta vez él también lo fue. El biólogo nunca dejó de sonreír desde que llegué. ESPEEEEREN, no digo que haya sido por mí, ya me bajé del pony y lo dejé atado también en el bicicletero. Digo simplemente que era un pibe que se dirigía a mí con una leve sonrisa, lo cual hizo que todo fuera más distendido.
La charla incluyó varios tópicos de ciencia, en los que me contó cosas interesantísimas. Pronunció palabras como ‘proteínas, células, organismos y hasta sistema inmune’. Hablamos sobre la teoría conspirativa del COVID. Bah, yo hablé de eso, a él como hombre de ciencia le pareció aberrante que yo pudiera creerlo. Pero también le dije que creía en el horóscopo y creo que fue ahí cuando se resignó.
El biólogo me contó sobre su proyecto de investigación. Trabaja en la búsqueda de la cura del cáncer y durante todos estos meses pandémicos estuvo involucrado estudiando al COVID. Tranqui, 120.
¿Y vos a qué te dedicás?, me preguntó.
Jaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
¿Que qué hago? Creo que debería haber empezado yo contando lo que hacía, para que no pareciera tan poco relevante para la humanidad mi trabajo.
Apreté mis labios y sólo le comenté sobre la empresa en la que trabajaba haciendo todos los gestos como de quien quiere saltear esa pregunta. No satisfecho me siguió preguntando. Ahondé un poco más sobre lo que hacía y para sentir que no era todo en vano le ofrecí un descuento jajjaja Usé la lógica de que si yo ayudo a un biólogo que ayuda a la humanidad, yo ayudo a la humanidad. El Nobel me lo tendrá que compartir llegado el momento.
En esta cita hablé mucho de mi hermano. Quedó manifestado mi grado de admiración hacia él, pero también lo mucho que lo extraño desde que se fue a vivir afuera hace algo de 10 años.
Varias veces interrumpí al biólogo con repreguntas sobre ciertos temas, y todas las veces arrancó la respuesta diciéndome ‘muy buena pregunta’. Una de esas veces le pregunté si realmente eran buenas las preguntas o era su manera de chamuyar a una persona ‘no-científica’.
‘No no, son muy buenas de verdad’. Le creí desde arriba de mi pony jaaaaa.
Yo le conté cosas que parecían banales pero que para mí revestían de cierta intimidad de mi vida, y creo que él lo supo valorar.
En cierto momento de la charla noté que estaba moviendo su pierna como quien se quiere ir, y pese a haber inferido eso le sugerí que pidiéramos algo para comer. Pasé a ser un grillete esa noche jaaaaaaaaa Pero para mi sorpresa aceptó con una sonrisa, aunque nunca haya dejado de mover la pierna.
Nos quedamos en el bar hasta que nos echaron.
Tomé mi bicicleta y le dije que lo acompañaba hasta donde hubiera dejado estacionado su auto. Caminamos dos cuadras, alejándonos de esa esquina bulliciosa de bares y lucecitas, adentrándonos en una calle silenciosa y algo oscura. Fue cuando nos frenamos frente a su auto que el biólogo se acercó, agachándose para alcanzar mis labios que pronunciaban ‘bueeeeno, un gusto la verdad’. Me sorprendió la seguridad con la que se acercó. Nos besamos descaradamente. Yo todavía culpo al solsticio, Júpiter y la mar en coche.
Me tomó de la cintura y recorrió mi cuerpo, pasó la mano por debajo de mi remera y me acarició la espalda hasta llegar a mi cuello. Me reí del poco tiempo que le había tomado hacer la maniobra.
Le pedí ir al cordón de la vereda para compensar esos centímetros que teníamos de diferencia, ya que las cervicales me estaban matando. Y continuamos siendo unos descarados. No me pregunten cómo de caricias por debajo de la remera terminamos abrazados. Así como lo leen, abrazados. Y mientras nos abrazábamos su vista se encontró con mi bicicleta atravesando mitad de la vereda. Me volvió a besar con fuerza y me preguntó al oído si la bicicleta era plegable.
Jaaaaaaaaa ‘Sí, pero no la vamos a plegar’.
‘¿Por qué no?’, preguntó.
‘Porque no estoy para que pleguemos la bici. Yo vivo acá, vos en París’.
Nunca pensé que hablar de plegar una bicicleta podía tornarse tan erótico.
Nos volvimos a abrazar y me dijo que no quería despedirse. Permanecimos así un largo rato, hasta que pegué un silbido, vino al galope el pony, me subí airosa y me despedí convencida de que se había arrepentido de haberme pospuesto para ese lunes de solsticio de verano.